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Hace muchos años, un amigo me contó una historia que le ocurrió a su hermana en Florida. Había comprado un pino en un mercado de árboles de Navidad. Lo llevó a su casa y lo decoró con sus dos hijitas. Las niñas tenían 5 y 6 años. Unos días después, por la mañana temprano, la hija menor entró en la habitación de su madre, la despertó y llorando le dijo que un hombre bajito con barba había estado en su dormitorio, le había pellizcado en los brazos y le había dicho que le devolviera su casa. La madre, medio dormida, intentó entender las palabras de su hija. La niña repitió la historia y su madre le dijo que había sido sólo una pesadilla. Además, le preguntó a la niña, “¿por qué cree él hombrecito que tú le has quitado su casa?”. La niña, llorando, le dijo que el hombrecito le había dicho que él vivía en el árbol que ellas habían adornado para la Navidad. La madre se quedó sin palabras y le dijo que todo había sido una pesadilla. Lamentablemente, la niña volvió a despertar a su madre varios días después con la misma historia. Entonces, la madre le preguntó a la otra hija, pero ésta simplemente se encogió de hombros y dijo que no sabía nada.  La madre se lo contó a una amiga. La amiga pensó que tal vez al pinito lo habían traído del campo y que había llegado con un inesperado habitante, un duende o un gnomo. Recordó lo que le dijo su madre cuando era pequeña: “No traigas a casa nada que encuentres en el campo…podría ser la vivienda de alguien”. Así que le dio a su amiga unas hierbas aromáticas para que las quemara en casa cerca del árbol de Navidad. La madre y sus dos hijas lo hicieron. Fue un juego divertido para las niñas, pero su madre solo quería que su hija dejase de despertarla y dejara de tener pesadillas. El ritual funcionó. A la niña pequeña no le volvió a despertar el hombrecito con barba. 

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